Mi padre se formó en la Escuela de Bellas
Artes de San Fernando y el estallido de la Guerra Civil supuso un parón en la
actividad académica que le obligó a dejar de lado los estudios para
incorporarse a filas. Al finalizar el conflicto terminó sus estudios, pero las
duras condiciones económicas de la posguerra impidieron, a quien no procedía de
un ambiente de familia burguesa, abrirse camino en el mundo del arte. Regresó
al ámbito familiar para ayudar y compensar,
en esos años de penuria, los sacrificios que su formación les había supuesto.
En ese contexto, lo que pudiera haber sido un oficio se mantuvo como afición. Se
vio obligado a desempeñar oficios que no le satisfacían y no pudo dedicarse plenamente
a lo que verdaderamente le gustaba, la pintura.
En ese ambiente nací yo. Posé para mi padre en la cuna con tan sólo dos
o tres meses, bien arropadita, con el pelo rapado para que me creciera fuerte y
unos grandes ojos oteando el horizonte. Con nueve o diez años, peinada al
estilo de la época, con largas trenzas rematadas en grandes lazos blancos. Mi
madre me las hacía brotando por encima de las orejas y yo las odiaba. Voy vestida
con una trenka gris con capucha, para combatir el intenso frío de la casa sin
calefacción, frío que ha quedado patente, para los restos, en los coloretes amoratados que adornan mis pómulos. De
adolescente, al cumplir los quince años y con cara de pocos amigos, perdonando
la vida a mi padre por tenerme ahí encerrada y quieta durante horas. Al cumplir
los dieciocho años, manifestando ya mi derecho a protestar, negándome a
continuar posando y obligando a mi padre a dejar el retrato inacabado. Al
terminar mi tercer curso universitario, con aquel vestido largo que, en aquel
tiempo, estrenábamos para asistir a la “Fiesta del Paso del Ecuador” y así, un
sinfín de veces más, a lo largo de mi vida.
Veía trabajar a mi padre con los pinceles y
el óleo, en formatos grandes y pequeños. Me familiaricé con la pintura y puedo decir
que de todas las materias que estudié en los años de mi licenciatura en
Historia la que más me gustaba era la Historia del Arte y especialmente la
pintura. Me gustaba todo, desde las pinturas esquemáticas del neolítico, tan
dinámicas y expresivas, hasta las pinturas rígidas y estáticas del medievo;
desde los frescos de Giotto a los de Miguel Ángel o Goya; desde los rojos de
Velázquez a los de Saura. Disfruté contemplando obras de grandes artistas en
exposiciones y museos. En ocasiones, determinadas obras me emocionaban
profundamente, tanto si se trataba de obras clásicas como si eran pinturas contemporáneas.
Quizá la pérdida del referente narrativo
o de imitación en la pintura contemporánea me permitía enfrentarme a lo que la
obra me transmitía sin más y dejarme arrastrar por el impacto que esas formas y
colores me dejaban. Veía esas maravillas y siempre me daban ganas
de ponerme a pintar. También la contemplación de los colores de la
naturaleza me producía las mismas sensaciones y me invitaba a coger los
pinceles y ponerme a ello; pero el miedo a no saber, a hacerlo mal estaba
siempre ahí presente y me frenaba.
Mis primeros pasos en la pintura coincidieron
con el periodo de mi adolescencia. Copiaba cuadros de Gaugin, Toulousse Lautrec, August Macque, etc. Pintaba
bodegones con flores o frutas que regalaba a familiares y amigos; pero dejé de
pintar de golpe y durante treinta y cinco años. ¿Por qué? Supongo que para
evitar los comentarios de mi padre que, si bien manifestaba satisfacción porque
su hija heredara su afición, se mostraba demasiado severo y exigente con lo que
hacía y no consiguió alentar y canalizar mi afición, sino mermar mi autoestima.
Lo cierto es que durante treinta y cinco años eso ha estado ahí, hasta que
llegó el momento de retomarlo.
Retomé la pintura en 2007. Mi trabajo, como profesora de
Instituto era apasionante y extenuante a la vez, me absorbía todo el tiempo y
las energías. Ese año decidí dedicar dos días a la semana a pintar durante dos
horas y, para disciplinarme, acudí a un taller de pintura. Retomé los
ejercicios de dibujo y color pintando bodegones del natural. Cuando me cansé
decidí desestructurar las formas, intentando descifrar qué problemas se
planteaban los cubistas y cómo los resolvían.
Comprendí las dificultades que el proceso entrañaba y traté de encontrar soluciones en la serie de piezas en las que trabajé esta técnica. De ahí pasé a realizar collages con recortes de papeles de
colores tomados de aquí y de allá, combinándolos y organizando formas sin un referente
de la realidad. A partir de un collage de determinada gama de color, realizaba
varias interpretaciones del mismo motivo con pastel y con óleo, resultando
obras totalmente abstractas y diferentes al cambiar la textura y la intensidad
de los matices de unas a otras. Uno de los collages tenía una composición
geométrica y desordenada que me sugirió saltar de la superficie plana al
relieve y en vez de utilizar un lienzo decidí emplear como base una tabla sobre
la que encolé restos de tablas de una obra de carpintería que se había
realizado en la casa y oh, maravilla, esos restos, colocados aleatoriamente, formaron una
composición abigarrada, caótica y bastante interesante, que traté con una base
blanca. Había dado el salto a lo tridimensional. Dudé si dejarla así o continuar y seguí. Cubrí
toda la superficie con grandes manchas de colores y el resultado fue
espectacular. Probé con otros formatos y otros
matices y dejé abierta esa puerta por si deseo retomarla en otra
ocasión.
Los restos de madera sobrantes
cobraron nueva vida. Se me ocurrió ensamblarlos unos con otros, ahora
prescindiendo de la tabla que, en los anteriores, servía de soporte. Jugué con
las formas hasta conseguir tres pequeñas esculturas de diferentes formas y
tamaños que no representaban nada pero que adquirían un aspecto diferente e
interesante al girarlas y mostrar cada una de sus caras. Les apliqué el mismo
procedimiento que a las obras anteriores, cubriéndolas con la base blanca para
después aplicarles óleo encima. Para los colores me inspiré en los matices de
algunas obras de Braque, Picasso y Mondrian y han quedado como un homenaje
personal a cada uno de ellos.
Me interesa todo este proceso porque es
como un juego. Me divierte y me lleva de una cosa a otra de una manera
totalmente intuitiva y natural. Me satisface el proceso de creación porque me
mantiene alerta, estimulada, viva y porque me resulta muy placentero trabajar
con el color. También me interesa porque es una asignatura pendiente en mi
vida, algo que aparqué hace tiempo y que ha llegado el momento de retomar. Aunque
sigue dándome miedo enfrentarme al papel o lienzo en blanco y trate de alejar
el momento de empezar.
Por todo lo expuesto, volver a la Facultad de Bellas Artes persiguiendo un sueño, una vez jubilada, es un importante reto personal. Quiero
perder el miedo, aprender, soltarme y experimentar para poder disfrutar con este juego tan apasionante
lo que me quede de vida.