¿Para qué la pintura?


Difícil respuesta. Tan difícil como responder a la pregunta para qué sirve el arte.
Supongo que la respuesta a esta pregunta será diferente si el punto de vista es el del espectador que se limita a contemplar y disfrutar o rechazar una obra determinada, o el del productor de la misma quien, para su ejecución, se habrá sentido impulsado por diversos intereses o necesidades.
La pintura ha sido una manifestación artística que ha acompañado a nuestra especie desde sus orígenes, una forma de expresar lo inmaterial, lo que el ser humano no podía comprender pero estaba ahí y formaba parte de su propia naturaleza y del mundo en el que ésta se desenvolvía. Tenía un carácter sagrado, se manifestaba en todas las actividades humanas y las registraba, adoptando con naturalidad los más variados soportes, desde el propio cuerpo a las rocas, los utensilios o, más adelante, la cerámica.
Con la llegada de la civilización la pintura, una actividad tan natural y cercana a la naturaleza del ser humano, fue utilizada como instrumento de poder por los grupos dominantes y sirvió para registrar los cortejos de los poderosos, sus enfrentamientos, su estilo de vida o sus creencias sobre la muerte y las moradas de los difuntos. Todas las culturas y civilizaciones han sido sensibles a la pintura y cada una ha adoptado un estilo y una impronta peculiar y diferenciada que hoy podemos analizar y estudiar en la Historia del Arte.
Durante la larga Edad Media, en occidente, la pintura mural estuvo al servicio de la religión y mantuvo su carácter narrativo con una función claramente didáctica y de dominio. Los fieles aprendían y recordaban los episodios bíblicos que se representaban sobre sus muros. Imagino qué impacto provocarían los grandes y expresivos ojos del Pantocrator en los espectadores que asistían a los oficios religiosos bajo su escrutadora mirada, y qué amedrentados y anonadados se sentirían ante la terrible premonición del Juicio Final.
El Renacimiento, el Barroco y el Neoclasicismo mantuvieron la pintura al servicio del poder económico, político y social que podía permitirse el lujo de seleccionar a los mejores para decorar los muros de sus palacios, los retablos de los altares, o las estancias de las casas burguesas. La pintura ganó en artificio y maestría y nos ha legado verdaderas joyas que, en la actualidad, podemos disfrutar en las mismas estancias para las que fueron concebidas o en los museos de todo el mundo.
El movimiento Moderno pretendió desvincularlo de esa tradición. Defendió el arte por el arte devolviéndolo a sus supuestos iniciales, que en el caso de la pintura siempre se fundamentaron en la forma y el color. En palabras de Tom Wolf, “uno pinta simplemente”. Curiosamente esa deriva del arte hacia una mayor libertad e independencia del artista respecto a su obra no se ha visto acompañada del apego del público que, mayoritariamente sigue aclamando y considerando verdadera pintura la que imita la naturaleza y se mantiene dentro de los postulados de lo que hoy denominamos, arte académico. La pintura contemporánea, en todas sus variantes, sólo la aprecian y disfrutan los iniciados, se ha quedado al margen de los programas escolares y no es aceptada ni comprendida por la mayoría. Curiosamente, cuando más invierten los poderes públicos e instituciones privadas en construir museos, dotarlos y organizar exposiciones multitudinarias y propagandísticas, para difundir la pintura actual, más incomprendida y poco valorada es ésta a nivel popular. Diríase que el gran público considera que una pintura que no representa el espacio, la figura o la naturaleza ateniéndose a los cánones clásicos no tiene ningún valor, que eso que ve son cuatro garabatos que puede hacer cualquiera. No comprenden la dificultad que entraña ni el sentido que tiene. Se necesita toda una vida de dedicación y oficio, para llegar a pintar como un niño (diría Picasso).
La pintura ha estado siempre al servicio de variados intereses. Unos pintan por necesidad, porque es su vehículo natural de expresión y se expresan a través del dibujo y la pintura. Esa conexión ancestral con la pintura pervive en los niños y en muchos adultos, con y sin formación académica. También se emplea la pintura en muchas ocasiones como una forma de terapia para canalizar impulsos, frustraciones o traumas o, simplemente como afición, sin más pretensiones que el deseo de desconectar del trabajo o liberar el stress de la vida cotidiana. Para los pintores profesionales supongo que es algo bastante más complicado porque se ven obligados, por un lado a satisfacer a su clientela, y por otro a explorar en profundidad las innumerables posibilidades que les ofrece el conocimiento y dominio de la técnica pictórica. Están obligados a plantearse periódicamente nuevos retos, siempre que no se acomoden y se dediquen a repetir una y otra vez la fórmula que les resultó más comercial. Ese plus, quizá sea lo que diferencia a los grandes maestros de la legión de pintores que cada época ha cosechado.
En conclusión, considero que la pintura es una manifestación más de la inteligencia humana, y que, como tal, es una actividad completamente abierta y versátil. Si el sistema educativo no castrara la creatividad sino que la impulsara, estaríamos mejor preparados para practicar y disfrutar de la creación artística durante toda nuestra vida. Otra cosa bien distinta sería ya, la pretensión de vivir profesionalmente de la pintura, y conseguir dar con la fórmula que, en ese preciso momento, sea la que demande y aprecie el mercado del arte. Eso ya, sería otro cantar.